Los tres misterios parisinos de Edgar Allan Poe han pasado a la posteridad como el inicio de un nuevo género literario, el policíaco; y su protagonista, el diletante Chevalier Auguste Dupin, como la encarnación de un nuevo héroe, rara combinación de científico sagaz y dandi excéntrico: el primer detective.
Si en «Los asesinatos de la rue Morgue» (1841) hacen su aparición este genial arquetipo moderno y su ayudante (el anónimo narrador), será en «El misterio de Marie Rogêt» (1842), con su innovadora investigación forense, y en «La carta robada» (1844), de trama depurada y excepcional pintura de personajes, donde Allan Poe lleve al extremo la aplicación de «la ciencia más rigurosa y exacta a las sombras y vaguedades de la especulación más intangible».
En las tres historias de Dupin asoman los ingredientes inseparables del género: el rigor paradójico del detective, la empatía con la mente criminal, la intriga que resuelve fuera de plano cada detalle innecesario… hasta la presencia de unos policías algo torpes, representantes del orden burgués. Porque estos cuentos también son una radiografía de la ciudad moderna, sus atmósferas misteriosas y su claroscuro social, su ocio reglado y sus enfermedades anímicas. Y de una nueva sugestión democrática: la opinión pública.
Dupin, el primer detective, es el modelo reconocido (y reconocible) de Sherlock Holmes y Hercule Poirot. También de algunos célebres personajes de Dostoievski o Faulkner. Y, en definitiva, de cada pareja de detectives de ficción de la actualidad. No obstante, leídas hoy, el valor de estas tres piezas maestras no reside en lo que anuncian, sino en la radical modernidad y plenitud de su propuesta.