En la España de principios del siglo XX existían los denominados sacamantecas. Llámeselos vampiros, si se quiere, aunque ni poseían glamour ni generaban éxtasis románticos. Eran rudos, necesitados, supersticiosos o desequilibrados. O todo a la vez. Robaban niños para quitarles la sangre y las vísceras, y lo hacían con unos fines que eran desde luego tenebrosos, pero también, como veremos, más extendidos en aquella sociedad desigual y crédula de lo que nuestras mentalidades actuales podrían creer. Quien haya oído hablar del hombre del saco ya sabe a qué nos referimos. O de la vampira de Barcelona. O del tío mantequero de Málaga. Sus menciones se usaban para infundir miedo en los niños, y aún se usan, pero antaño eran demasiado reales como para que los adultos no anduvieran por las calles con cien ojos, atentos a sus vástagos. El que pensara en esos momentos que se trataba solo de cuentos de viejas, tal vez lo lamentase…Uno de estos sacamantecas fue el conocido como “el Estripador de Avilés”. Aún hoy en esas tierras se menta su apodo, a pesar de que haya pasado tanto tiempo que dentro de muy poco se cumplirán cien años del crimen que lo lanzó a los periódicos de todo el país. Como los otros casos de sacamantecas, tienen a su alrededor una atmósfera plagada de superstición. Este en particular, además, tiene otra peculiaridad, y es que junta brujería con técnicas de investigación policial sorprendentes para la época. Unas que serían dignas de un equipo de CSI tal y como lo conocemos actualmente. ¿Qué es lo que mereció tanto interés por tanto de las autoridades?Ocurrió el 18 de abril de 1917, en Avilés, una bonita ciudad asturiana cercana a la costa.