Chicas, ahí viene el Lobo Feroz.
Esta frase se pudo oír en Madrid durante muchos años, aunque bien poco tenía que ver con el conocido cuento infantil. La escena, de hecho, estaba muy lejos de ser bucólica o idílica: las chicas no eran caperucitas rojas ni llevaban una cesta a casa de sus abuelitas. Se trataba de meretrices que ejercían el oficio más viejo del mundo en las calles del casco antiguo de Madrid. Corrían los aciagos años de la larguísima posguerra española y la prostitución, a pesar de estar prohibida, se ejercía con cierta discreción, siendo perseguida, en compensación, con cierta moderación, por no decir con absoluta laxitud.
Dada la terrible situación económica, rayana muchas veces en la miseria e incluso en el puro hambre, la prostitución era, a todas luces, un mal necesario y, en todo caso, algo de todo punto inevitable. Las mujeres de la vida, como se las solía llamar en aquel entonces, ejercían, fundamentalmente, en casas de tolerancia, como se denominaba finamente