Alfonso I el Batallador ocupa un lugar eminente en la memoria histórica de Aragón y de Navarra. Gobernó ambos reinos pirenaicos de 1104 a 1134, periodo convulso en extremo. En algunos aspectos fueron años marcados por el continuismo con relación a los reinados anteriores de su padre, Sancho Ramírez (1063-1094), y de su hermano, Pedro I (1094-1104). De hecho, los grandes avances efectuados por Alfonso I en la conquista del valle del Ebro, a costa de la taifa de Zaragoza y, en especial, de los almorávides, resultarían inexplicables si se olvidara la labor histórica de ambos monarcas que le precedieron. Las conquistas de Monzón, Huesca y Barbastro, efectuadas entre el 1089 y 1100, abrieron el camino a Alfonso I para la toma de Ejea (hacia 1105), Zaragoza (1118), Tudela (1119) y Calatayud (1120). Fueron adquisiciones que en pocos años ampliaron espectacularmente el conjunto de territorios bajo su dominio, dando forma, en lo esencial, a Aragón tal como lo conocemos.
Ahora bien, tales logros generaban problemas de gran envergadura. Había que asegurar la defensa de unas fronteras más dilatadas, contentar a la nobleza, uniéndola de manera solidaria a las empresas de la monarquía, atraer pobladores, atender la organización eclesiástica de las tierras conquistadas, definir la situación de los numerosas comunidades musulmanas que pasaban bajo control cristiano, en una convivencia no siempre fácil. Por su matrimonio con Urraca (1109) asumió también por un tiempo, en circunstancias muy turbulentas, el trono de Castilla y de León. Al mismo tiempo, aparece como un rey anómalo, que no se preocupó por asegurar la descendencia y dejó un testamento que hoy en día sigue siendo un enigma.